Son muchos escritores consagrados que decidieron escribir también sus memorias, así que uno de los escritores más importantes de la literatura en español, el premio Nobel Camilo José Cela, no podía ser menos.
Quizá una de las cosas que diferencia este libro de memorias es cuándo se escribe. Cela era de la opinión de que las memorias no debían escribirse al final de la vida sino sobre la marcha. Porque con el tiempo la memoria podía perderse o confundirse.
También decía que escribir no era revivir las cosas, porque las vivencias no se pueden volver a sentir de la misma forma. Recordar es saberse morir, decía, en el sentido de que nada permanece.
Si eres un incondicional de Cela y quieres conocerlo un poco más, puedes hacerlo mediante la lectura de La rosa. Os dejamos a continuación un fragmento.
A las nueve y veinte de la noche del día 11 de mayo de 1916, jueves, vine a este valle de lágrimas en la casa del paso a nivel de Iria Flavia, ayuntamiento de Padrón, diócesis de Santiago de Compostela, provincia de La Coruña, banda de estribor de la ría de Arosa, allá donde se encuentran los ríos Sar y Ulla; fui el primer hijo de los varios que tuvieron mis padres.
Mi madre fue asistida por don Manuel Carballido, un viejo médico rural que recetaba tisanas para no marrar el tratamiento, jugaba al tresillo, hablaba con el caballo y predicaba conformidad.
Setecientos veintisiete años atrás, el emperador Barbarroja, salió de Ratisbona camino de la Tercer Cruzada.
Yo nací nieto de ferroviarios, como ya dije, y con la cama de mi madre retemblando por el paso del tren.
Torcuato Tasso es trescientos setenta y dos años más viejo que yo.
En mi casa echaron las campanas a vuelo cuando nací; fue muy festejada mi decisión de haber nacido macho y no hembra y, con ella, me apunté el primero y uno de mis escasos éxitos familiares. Cuando se trata del ganado vacuno pasa al revés, es curioso.
Un siglo y un año antes, el mismo día en que el papa Pío VII fundó sus Guardianes Nobles, Barbudo, toro salmantino, mató a Pepe Hillo en la plaza de Madrid; Goya lo dibujó.
Los mendigos, los hermosos cojos, los nobles ciegos, los graciosos mancos, los amables tullidos, los aparatosos tontos, los tiernos y silenciosos paralíticos, los bellos leprosos del contorno, cenaron aquel día caldo con magras de jamón.
Sesenta y siete años han pasado desde que Madame Récamier se fue para el otro mundo.
Pesé 3,600 kgs.
El año en que nacieron mi padre, Juan Ramón Jiménez y Pablo Picasso, y en el mismo día y mes en que yo nací, murió Federico Amiel sin poner punto final a su diario; probablemente tampoco lo tenía.
A los dos días escasos de nacer empecé a morirme, y desde entonces acá, de vez en cuando, aún pego un susto a mi familia. Esto de mi salud es un poco ya como el cuento del lobo, y el día menos pensado me voy a morir de verdad y no me van a creer.
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