Amistades literarias recoge los escritos autobiográficas de Ford Madox. Coetáneo de Henry James o Josep Conrad, el novelista inglés Ford Madox no provocaba sin embargo, tanta admiración como sus compañeros. Si bien es cierto, que su obra es mucho menos extensa. Dicen que quizá su carácter algo distante y frío, pudo tener algo que ver. En mi caso, pese a admirar a estos dos grandes escritores, tengo que confesar que El buen soldado de Ford Madox es una de mis obras preferidas, sobre todo en lo que respecta al narrador y la voz narrativa, y a la organización de la trama.
“Amistades literarias” reúne recuerdos y detalles de su vida personal y profesional, desde su infancia (era nieto del pintor prerrafaelista Ford Madox Brown) hasta su relación con otros escritores de su época. Henry James, Joseph Conrad y William Henry Hudson figuran entre sus “amistades literarias”.
Según Madox, Conrad admiraba la obra de Henry James, pero personalmente no le agradaba. A Henry James le pasaba lo mismo con Conrad, aunque en este caso tampoco le gustaba su obra. Con respecto a Madox, James nunca lo consideró un escritor serio. Incluimos aquí un fragmento de sus escritos autobiográficos, publicados bajo el título “Amistades literarias” en el que habla de Henry James.
Ahora no recuerdo si conocí a Henry James antes que a Conrad, pero creo que sí. Como sea, recuerdo que me sentía mucho más joven cuando finalmente fui a visitarlo que cuando Conrad vino a verme por primera vez. Por aquellos días yo era de una timidez aplastante y el aspecto del Maestro, barbado y luciendo, como le era habitual en aquellos días, un gran abrigo y un sombrero de fieltro cuadrado, no era como para disipar aquel atributo juvenil. Debo haber estado viéndolo intermitentemente por las calles de Rye durante dieciocho meses después de que la señora W. K. Clifford me pidiese que fuera a visitarlo. La presión final para hacerlo había entonces pasado a ser considerable.
La adoración por Henry James entre sus relativamente pocos admiradores de aquellos días era maravillosa –y merecida–. Supongo que sus más fervientes adoradores eran la familia Garnett, cuyo miembro más conocido hoy por hoy es el señor Edward Garnett, el lector de una editorial que aconsejó publicar a Conrad por primera vez. En aquellos días era el doctor Richard Garnett, cuya reputación como Bibliotecario Principal del Museo Británico era universal. Él tenía varios hijos e hijas y, por largo tiempo, yo entré y salí a diario de la casa de los Garnett ubicada en el patio del museo. La hospitalidad de ellos no tenía límites, además de ser benéfica.
Las opiniones públicas, por así llamarlas, de los Garnett más jóvenes han de haber tenido gran efecto en la formación de mi mente joven. De una u otra forma, éstas siempre tendían a la virtud –en algunos miembros hacia una virtud de tipo avanzado y poco convencional, en otros hacia virtudes que son inseparables de la, digamos, comunión anglicana–. En cualquier caso, los Garnett mayores sentían una fuerte aversión hacia el catolicismo.
La señora W. K. Clifford, en modo alguno una novelista mediocre de aquellos días, había puesto presión para que yo fuese a visitar a James. Ella era, creo, su amiga más íntima. Él corrigió los manuscritos de casi todos los libros de la señora Humphry Ward, un acto de gran generosidad. Siempre se refería a la señora Ward como «la pobre y querida Mary», con una entonación ligeramente sarcástica. Pero recuerdo que él decía tener un afecto respetuoso, si así podía llamarlo, por la señora Clifford. Por lo tanto, cuando el Maestro, debido a una desilusión más bien dolorosa, decidió abandonar Londres por su propio bien, la señora Clifford quedó enormemente preocupada por su salud y su paz mental. Ella me urgía frecuentemente para que fuese y lo visitase, y así quedar informada acerca de sus buenos o malos ratos. Pero yo permanecí demasiado tímido.
Entonces, habiendo escuchado que James casi no se movía de Rye, los jóvenes Garnett, quienes sabían que yo emprendía visitas frecuentes al pueblo de al lado, empezaron por su parte a presionarme para que visitase el centro de su atención. La admiración de ellos por él era tan grande, que tan sólo con conocer a alguien que hubiese conocido al Maestro calmaban, al parecer, sus anhelos. Lo admiraban sobre todo por su virtud. Ninguno de sus libros siquiera bosquejaba algún sentimiento ruin del autor; cada línea se sostenía entre la comprensión y el amor a la virtud.
A mí me cargaba la virtud, especialmente cuando venía apretujada entre las páginas de un libro. Dudo si, por esa fecha, cuando tenía 23 ó 24, yo había leído algo de él, y la admiración salvajemente demostrada desde Bloomsbury en dirección a Rye me predisponía tercamente a no hacerlo por un tiempo. Me atrevo a decir que yo no era un joven muy agradable. Pero la admiración desatada hace de su objeto, con bastante frecuencia, algo desagradable para los intrusos. Boswell debe haber alejado a un buen número de personas de Johnson, y yo he conocido a muchísimas figuras ilustres que hubiesen estado mucho mejor sin rodearse de temerosos discípulos que hacían callar a la concurrencia cuando el genio daba señas de que deseaba hablar. James sufría cantidad con quienes lo rodeaban.
Eventualmente mi resistencia se quebró con cierta rapidez. James, que siempre andaba preocupado por su salud, le había escrito una penosa carta a la señora Clifford, creo que acerca de sus ojos. La señora Clifford tenía influenza. Me envió tres telegramas el mismo día suplicándome que visitara al Maestro y la informara. Le mandé una nota preguntándole si podía visitarlo, mencionando que la señora Clifford así lo deseaba.
No creo que el señor James haya tenido ni la más remota idea de lo que yo era, y no creo que, hasta el final de sus días, me considerara alguna vez un escritor serio. Eso a pesar del hecho de que posteriormente, durante inviernos completos, nos reuníamos casi a diario, y él me consultaba acerca de sus asuntos prácticos más íntimos, demostrando una confianza emocionante en mi savoir faire y en mi discreción. Él, no obstante, conocía mi procedencia, así como a los miembros de los círculos de mi abuelo y de mi padre. Los detestaba. Creía que eran bohemios. Yo, por el contrario, me consideraba perteneciente, por derecho de nacimiento, a las clases gobernantes de los mundos literario y artístico.
Con esto no digo que yo hablase acerca de mis distinguidos parientes, conexiones o familiares íntimos. Pero ahora estoy consciente de que actuaba y me dirigía hacia los otros como si mi nacimiento me permitiese considerarlos iguales. Exceptuando al Rey y a mi coronel de parada, no recuerdo haberle hablado a alguien en otros términos. Pero nunca le hablé ni siquiera a una mucama de otra forma. Siempre he tenido, sin embargo, gran respeto por la edad, si es que viene acompañada de poderes excepcionales.
Ciertamente sentí varias veces algo parecido al temor en presencia de James. Para cualquiera que no sea leso, la suya tenía que ser una figura dominante. Demostraba gran virilidad, energía, persistencia, dignidad y una sorprendente agudeza de observación. Y, sobre todo, fue el hombre más dotado que jamás conocí.
En aquella primera ocasión él llevaba barba y se mostró compuesto y autoritario. Había arrendado la casa del vicario, amoblada, y había traído a su grupo de sirvientes desde De Vere Gardens. Al almuerzo era atendido por su fantástico mayordomo. El buen hombre tenía una cara rubicunda, una bulbosa nariz roja, una panza considerable y una librea. Posteriormente se convertiría en causa de perturbaciones muy serias para su amo.
Sus métodos de servicio eran anonadantes. Parecía que sacaba las entradas en platos de plata desde las colas mismas de su librea, las meneaba circularmente en el aire y las hacía aterrizar a una pulgada del botón superior de tu traje. Ante cada una de esas presentaciones, James exclamaba con frío desagrado: «¡Te he dicho que no hagas eso!», y el mayordomo se retiraba y se quedaba de pie frente al considerable arreglo de vajilla que decoraba el aparador. Su método de servicio era genuinamente automático. Si se concentraba en ello, podía servir sin fiorituras. Pero si sus pensamientos estaban en otro sitio, las fiorituras regresaban. Había aprendido a servir de ese modo en la mesa de no sé qué conde –Brownlow, creo–.
Como sea, James parecía sentirse singularmente a gusto donde estaba. Era solvente para un soltero de aquellos días, cuando 400 libras al año eran suficientes para la mantención lujosa de un hombre en el pueblo. Cualquiera podía pensar que estaba en su casa ancestral, que en sí misma tenía cierta elegancia en el estilo Chippendale- Sheraton-Gainsborough. Él tenía el aspecto de aquellos estadistas hermanos mayores de la corte de Victoria; su habla era lenta y deliberada; sus frases, rara vez complejas. En aquella ocasión no recopilé nada acerca del estado de sus ojos.
Era autoritario a la manera de un magistrado policial, civil pero determinado a recibir respuestas verdaderas a sus preguntas. Toda la comida fue un solo largo cuestionario. Pidió detalles relativos a mi edad, a medios de supervivencia, situación, ocupaciones, gustos en libros, comida, música, pintura, paisajes, política. Se sentaba ligeramente corrido hacia un lado en la otra esquina de la mesa, dejando caer pregunta tras pregunta. Las respuestas las recibía sin dar muestra alguna de satisfacción o reprobación.
Después de comida se dejó llevar por una muestra singularmente vívida de desprecio por las personas, más que por las obras, de mi círculo familiar. Por mi abuelo Ford Madox Brown y por mi padre expresó una deferencia tal vez fingida. Ellos al menos eran hombres serios y sobrios, tanto como el señor James pretendía y creía serlo.
Luego cayó sobre D. G. Rossetti, William Morris, Swinburne, mi tío William Rossetti, Holman Hunt, pintor de Light of the World, Watts-Dunton y todo el resto del círculo prerrafaelita. A Dante Gabriel Rossetti lo recordó con una suerte de indignación estremecida, tal como la que, más tarde, le dedicó a Flaubert –y en general por la misma razón–. Cuando visitó a Rossetti, el pintor lo recibió en su taller vestido con la tenida con que pintaba, la que a James le pareció una bata. Se trataba de un abrigo largo, sin forro, como el de un clérigo, que tenía bolsillos verticales extremadamente profundos. Éstos los utilizaba Rossetti para guardar sus trapos de pintura.
Para el señor James, que alguien vistiera una bata implicaba una deshonra que quién sabe adonde podía conducir. Y dedujo del hecho de que Rossetti lo recibiera a la hora del té, en lo que consideró tal prenda, que el tipo debía tener hábitos repugnantes, que nunca se bañaba y que debía ser insoportablemente lascivo. Repitió el reporte de George Meredith acerca de las masas de jamón grasiento y huevos sangrantes que Rossetti devoraba al desayuno.
Imitaba la voz y los movimientos de Swinburne con deleite. Dejaba que su voz se alzase hasta un falsetto real y movía su cuerpo hacia los lados de la silla, extendiendo rígidamente las manos bajo sus caderas hasta el suelo. Declaraba que la poesía de Swinburne, con su desborde y nocividad, era sólo comparable a los ríos de mal chianti y gin que consumía el poeta. Se resistía a creer que por aquellos días Swinburne, bajo la vigilancia de Watts-Dunton, bebía no más de dos medias pintas de cerveza por jornada.
Y se resistía particularmente a creer que Swinburne supiera nadar. Pero Swinburne fue uno de los más fuertes nadadores en aguas saladas de su época. Uno de los contes de Maupassant relata cómo la cabeza de Swinburne, con sus facciones y cabello de dios griego, emergió del mar al lado del bote del escritor francés tres millas adentro del Mediterráneo, y cómo comenzó gloriosamente a conversar. Y así, conversando, Swinburne había nadado al lado del bote hasta la playa. No hay dudas de que Maupassant poseía la imaginación de un poeta. Pero Swinburne ciertamente podía nadar. Y también era un patinador notoriamente experto.
A mi tío William Rossetti el señor James lo consideraba un aburrimiento feroz. Él había oído una vez al Secretario de Impuestos Internos contar cómo había visto a Herbert Spencer proponerle matrimonio a George Eliot sobre los techos de la terraza de Somerset House… Los cuarteles generales del Servicio de Impuestos Internos están hospedados en aquel edificio, y el filósofo y la novelista tenían permiso para pasear por ahí como un privilegio especial.
«Tú pensarías», exclamaba el señor James con indignación, sus oscuros ojos realmente brillando, «que un hombre sacaría algún provecho de una historia como ésa. Pero la forma en que la relataba era así», y subiendo y aflautando los tonos de voz hacia una suerte de quejumbroso órgano oficial, el señor James citó: «De hecho siempre he meditado en los motivos que indujeron a la dama a rechazar a alguien tan distinguido; y luego de una madura consideración he llegado a la conclusión de que, aunque el señor Spencer se inclinó correctamente en una rodilla y alcanzó la mano de la dama, omitió completamente la ceremonia de quitarse el sombrero de copa, un procedimiento que la percepción de la situación por parte de ella había demandado…». «¿Es ésa», concluyó el señor James, «la forma de contar esa historia?».
Amistades literarias se publicó por la editorial Udp. En España, está prácticamente descatalogado, pero es posible que lo encuentres en alguna biblioteca o librería de barrio.
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