
Crónica personal, no es una autobiografía al uso. Tiene su origen en el encargo, o petición, que Joseph Conrad recibió de su amigo y también novelista Ford Madox Ford para escribir sus memorias con la finalidad de publicarlas en la English Review. El resultado es un texto breve que, al parecer, no dejó por cierto muy satisfecho a Madox, quizá porque esperaba algo más convencional.
El libro comienza con lo que Conrad denomina “Prefacio familiar”, donde precisamente explica la razón de la escritura de su autobiografía:
Por regla general, no suele hacernos falta que nos animen en demasía para hablar de nosotros mismos; sin embargo, este librito es resultado de una sugerencia amistosa, e incluso de una cierta presión por lo demás también amistosa. Me defendí con algún denuedo, si bien, con su característica tenacidad, la voz del amigo no cejó en su empeño: «No sé si se da usted cuenta, pero la verdad es que debe usted…».
No fue una discusión; no es ése un argumento de peso, pero lo cierto es que cedí de inmediato. ¡Si de veras uno debe… no queda más remedio!
El resultado es una crónica que reúne una colección de recuerdos y reflexiones de su vida. Un libro que resulta ameno y que afronta de una manera diferente la escritura autobiográfica. Puedes leer aquí el comienzo de “Crónica personal”.
Los libros pueden escribirse en toda clase de lugares. La inspiración verbal puede llegar hasta el camarote de un marinero, a bordo de un buque atenazado por el hielo en el cauce de un río, en medio de una ciudad; como suele darse por hecho que los santos contemplan con ojos benignos a los humildes creyentes, tengo yo a bien recrearme en la grata fantasía de que la sombra del viejo Flaubert —que entre otras muchas cosas imaginó ser descendiente de vikingos— bien fácilmente podría haber aleteado con distraído interés sobre las cubiertas de un vapor que desplazaba dos mil toneladas y se llamaba Adowa, a bordo del cual, bloqueado por la inclemencia del tiempo junto a un muelle de Rouen, se empezó la redacción del décimo capítulo de La locura de Almayer.
Digo con interés, pues ¿no fue el afable gigante normando, con su bigotazo enorme y su voz de trueno, el último romántico? ¿No fue acaso su devoción por el arte, la devoción propia de un ermitaño de la literatura, casi la de un santo?
«—Por fin se ha puesto —dijo Nina a su madre, señalando las colinas tras las cuales habíase puesto el sol…» Estas palabras de la hija de Almayer, tan romántica ella, recuerdo haberlas trazado sobre el papel grisáceo de un cuaderno que descansaba sobre la manta de mi litera. Hacían referencia a un crepúsculo acaecido en el archipiélago de Malasia, y cobraron forma en mi interior, en una visión de junglas, ríos y mares alejadísimos de una ciudad mercantil, y pese a todo romántica, del hemisferio norte. Ahora bien, en aquel mismo instante, mi ánimo, proclive a las visiones y las palabras, quedó en suspenso por la aparición del tercer oficial de a bordo, un joven de talante abierto y despreocupado, que entró dando un portazo y dijo: «Vaya, qué calorcillo hace aquí dentro».
Hacía calorcillo, sí. Había encendido la estufa de vapor tras colocar una lata bajo el desaguadero, pues, aunque tal vez no lo sepa el lector, el agua rezuma en esas estufas por más que se condense el vapor. No puedo saber a ciencia cierta qué había estado haciendo mi joven amigo durante toda la mañana en el puente, pero las manos que se frotaba vigorosamente las tenía tan enrojecidas que sentí un gélido escalofrío con sólo fijarme en su aspecto. Era y sigue siendo la única persona aficionada a tocar el banjo que he conocido en mi vida; siendo como era el hijo menor de un coronel ya retirado, diríase que el poema de Kipling, por aberrante que parezca esta asociación de ideas, habíase escrito teniendo en cuenta exclusivamente su personalidad.

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