Una de las razones por las que me gusta leer biografías y memorias de escritores es descubrir que no siempre su vida y sus comienzos estuvieron llenos de éxitos. A menudo tampoco tenía una autoestima saneada, ni pensaron que llegarían lejos en la escritura. De algún modo, resulta reconfortarte reafirmarse, aunque una ya lo sepa, que no nacemos con un don divino que hace que todos los escritores estén dotados de una especial habilidad desde la infancia. Escribir es un trabajo creativo, pero un trabajo.
No es extraño que los escritores y aficionados a la escritura creativa se sientan de algún modo identificados con algunos aspectos de la vida de otros escritores. Sobre todo si uno se ha sentido el raro o la rara de la familia.
Esto le sucedía a Susanna Tamaro, escritora italiana autora de obras como La cabeza en las nubes, Una historia de amor y la célebre novela llevada a la gran pantalla Donde el corazón te lleve, nos permite conocer su vida personal a través de los cinco textos que componen Cada palabra es una semilla.
Te dejo un fragmento del primero de estos textos autobiográficos y te animo a leer Cada palabra es una semilla.
El recorrido que me ha llevado a la literatura es más bien curioso. Contrariamente a esos artistas que ya desde niños manifiestan un talento específico, yo no solo no manifestaba ninguno en particular, sino que además era una niña más bien cerrada y con una muy baja opinión de sí misma. A lo largo de la infancia, de la adolescencia y de la primera juventud he creído tener una inteligencia inferior a la media, opinión que, además, confirmaba el colegio. Entre los profesores y yo había siempre una invisible pared de cristal, no entendía sus palabras, sus disertaciones, no entendía las preguntas y nunca sabía qué contestar.
En el cuento «Una infancia», del libro Para una voz sola, contaba un episodio de mi vida escolar. Se trataba de un problema de matemáticas que tenía que resolver a propósito de una bañera que, en un tiempo determinado, debía llenarse de agua. En lugar de desarrollarlo regularmente yo hice precipitar a la inquilina del piso de arriba, con suelo y todo, en la bañera, consiguiendo como resultado un buen cero.
Con las asignaturas de letras no salía mucho mejor parada. Si el tema era, por ejemplo, «Redactad algo bonito», yo escribía «Hoy hace sol», y mi redacción se terminaba ahí. Al terminar la primaria, el comentario de los profesores fue: niña apática, abúlica, que no parece interesarse por nada.
Obtuve más o menos el mismo resultado en la secundaria y, una vez en la enseñanza superior, me estanqué del todo. No entendía el latín, no entendía la filosofía, no entendía las matemáticas, no entendía nada de nada. La incompatibilidad entre las asignaturas y yo llegó a un punto más allá del cual era imposible ir. Todo habría podido salvarse si, por ejemplo, durante el tiempo libre me hubiera dedicado a lecturas «locas y desesperadísimas», como hacía Giacomo Leopardi, o si, en el corazón de la noche, hubiera compuesto interminables poesías. Es sabido, de hecho, que el colegio no suele reconocer el nacimiento de grandes talentos, que por el contrario se manifiestan con toda su genialidad fuera de sus paredes. Desgraciadamente, este tampoco fue mi caso. En el tiempo libre prefería dedicarme al deporte y a dar largos paseos en el campo.
Lo mínimo que se puede decir de la actitud de mi familia es que era extraña. Igual de indiferente se mostraba a mis fracasos escolásticos —«primeros de la clase, últimos en la vida», decía mi madre— como molesta por mis predilecciones atléticas y naturalistas. «Es deportista, como el abuelo», observaban con cierta reticencia en la voz. Mi abuelo materno —a diferencia del resto de la familia, que provenía de la alta burguesía judía centroeuropea— era de origen muy humilde y además «italiano» y, peor aún, de la campiña romana. Durante la primera guerra mundial se trasladó a Trieste siendo oficial, allí conoció a mi abuela y se casó con ella. Le gustaban todos los deportes, la caza, la esgrima, las excursiones en alta montaña, las parrilladas de salchichas y —esto lo supe más tarde— las mujeres de todo tipo. En toda su vida no leyó un libro y murió feliz y sin remordimientos.
Así pues, el espantapájaros que se agitaba en mi cabeza era el abuelo y no los fracasos escolares.
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