Un cuarto propio no puede decirse que sea exactamente un ensayo ni unas memorias de la escritora británica, aunque en él podemos encontrar fragmentos propios tanto de una obra ensayística como de una biografía.
Virginia Woolf trata en este libro temas que van desde el oficio de escritor, el papel de las mujeres o su propia experiencia como escritora. Aunque fue escrito en 1936, muchas de las cosas a las que debía que enfrentarse un escritor o escritora de entonces son perfectamente extrapolables a nuestros días.
Tengo que confesar que a mí personalmente, en lo que respecta a libros que tratan la escritura creativa y la profesión de escritor, me gustó mucho más el libro de El gozo de escribir de Natalie Goldberg al que también dedicamos una entrada en nuestro blog literario titulada El gozo de escribir y el deseo de nunca dejar de hacerlo, sin embargo, es un libro a tener en cuenta para acercarnos un poco más al oficio de la escritura y a la vida de Virginia Woolf. Por supuesto, tampoco podemos dejar de leer sus novelas. Te incluyo aquí un breve fragmento de Un cuarto propio en el que narra las dificultades a las debían enfrentarse que las escritoras de la época.
Y uno deduce de toda esta literatura moderna de confesión y de autoanálisis que escribir una obra de genio es casi siempre una proeza de gran dificultad. Todo parece oponerse a la posibilidad de que nazca completa en la mente del escritor. Generalmente las circunstancias materiales están en contra. Los perros ladran; la gente interrumpe; hay que ganar dinero; la salud se quebranta.
Además, para acentuar todas esas dificultades y haciéndolas más insoportables, está la indiferencia notoria del mundo. El mundo no pide a las personas que escriban poemas, novelas e historias; no los necesita. No le importa que Flaubert encuentre la palabra justa o que Carlyle verifique escrupulosamente los hechos. Claro, no paga lo que no precisa.
Y así el escritor, Keats, Flaubert, Carlyle, sufren, sobre todo, en los años creadores de la juventud, toda clase de distracción y descorazonamiento. Una imprecación, un grito de agonía surge de esos libros de análisis y de confesión. «Grandes poetas muertos en su miseria» —tal es el leitmotiv de su canto—. Si a pesar de todo, algo resulta, es un milagro, y probablemente ningún libro nace íntegro y válido como fue concebido.
Pero para las mujeres, pensé, mirando los anaqueles vacíos, esas dificultades han sido infinitamente más formidables. En primer lugar tener un cuarto propio (de un cuarto quieto o de un cuarto a prueba de ruido ni hablemos) era de todo punto imposible, salvo que sus padres fueran excepcionalmente ricos o nobilísimos, hasta principios del siglo XIX. Como su pensión para alfileres, que dependía de la buena voluntad de su padre, apenas bastaba para vestirla, le estaban vedados esos alivios que proporcionaban a Keats o Tennyson o Carlyle, todos pobres, una excursión a pie, un viajecito a Francia, o el alojamiento privado, que por miserable que fuera, los defendía de los reclamos y tiranías familiares.
Las dificultades materiales eran enormes; y las inmateriales aún peores. Esa indiferencia pública que Keats, Flaubert y otros hombres de talento encontraron tan difícil de soportar, era en su caso no indiferencia sino hostilidad. El mundo no le decía lo que a los hombres: Escriban si quieren; no me importa. Le decía con una carcajada: ¿Escribir? ¿Para qué escribir? Aquí podían ayudarnos los psicólogos de Newnham y de Girton, pensé, volviendo a mirar los claros en los estantes. Porque ya es hora de que se mida el efecto del desaliento en el espíritu del artista, como he visto medir por una compañía lechera, el efecto de la leche común y de la leche grado A en el cuerpo de una rata. Tenían dos ratas en dos jaulas vecinas, y de las dos una era furtiva, tímida y chica, y la otra lustrosa, grande y audaz.
¿De qué alimentamos a las mujeres que son artistas?, me pregunté, recordando, supongo, aquella cena de ciruelas y crema. Para contestar esa pregunta me bastaba abrir el diario de la tarde y leer que Lord Birkenhead opina —pero realmente no voy a molestar en copiar la opinión de Lord Birkenhead sobre lo que las mujeres escriben—. Dejaré en paz lo que dice el Deán Inge. Dejaré que el especialista de Harley Street despierte con sus vociferaciones los ecos de Harley Street sin que se erice un pelo en mi frente.
Citaré, sin embargo, a Mr. Oscar Browning, porque Mr. Oscar Browning fue alguna vez una gran figura en Cambridge, y solía tomar examen a los estudiantes en Girton y en Newnham. Mr. Oscar Browning solía declarar «que su impresión, después de recorrer los temas presentados, era que aparte de las clasificaciones que él daba, la mejor de las mujeres era intelectualmente inferior al peor de los hombres».
Después de esta declaración, Mr. Browning volvió a su departamento —y este episodio es el que nos hace quererlo y le da cierta majestad y relieve— volvió a su departamento y encontró a un caballerizo tirado en el sofá: «un mero esqueleto, de mejillas lívidas y cavernosas, de dientes negros, y al parecer, privado del uso de sus miembros… Es Arturo (dijo Mr. Browning). Es de veras un gran muchacho y de mente elevada». Siempre me ha parecido que esas dos imágenes se completan. Y felizmente en esta época de biografías las dos imágenes se completan tan bien, que nos permiten interpretar las opiniones de los grandes hombres no sólo por lo que dicen, sino por lo que hacen.
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