
Una de las cosas que suelo decirles a mis alumnos de la Escuela de escritura creativa es que, una vez han comenzado a estudiar y aprender las técnicas narrativas, su experiencia lectora ya nunca será la misma. Es inevitable, empezarán a leer como escritores que son. Y eso es bueno, porque a partir de ese momento, la lectura será para ellos un aprendizaje más, además de una experiencia mucho más gratificante. Leer como escritor es, por ejemplo, entender una novela como un texto narrativo, con su estructura, su trama y una serie de recursos que el autor emplea para atrapar la atención del lector. Esta experiencia de “leer como escritor” es algo que experimenta todo aquel que se aproxima al estudio de la escritura creativa. Richard Ford, escritor que también fue profesor de escritura creativa, en su libro autobiográfico “Flores en las grietas” comparte esta experiencia con los lectores.
Aprendí a leer —a leer cuidadosamente, quiero decir— en 1969, a los veinticinco años. Estudiaba entonces en la escuela de posgrado y trataba de decidir si debía comenzar a escribir relatos. Estaba casado y vivía en un piso pequeño. Había abandonado la Facultad de Derecho el año anterior. Me había marchado lejos de casa, a California, y no sabía mucho. Tampoco creía que sabía.
…Yo tenía un curso sobre el Bildungsroman, leía a Lessing, Rousseau, Mann, Henry Adams. Pero todo parecía excesivamente librescos, demasiado ligado a la historia y a Freud, y no confiábamos en las lecciones de aquella ni en las de este, de cuyo reduccionismo hacíamos escarnio. Después leí todos los poemas de Hardy, unas setecientas páginas de la gran edición verde de Macmillan, y tampoco los pude soportar. Parecían viejos, mortecinos, ajenos a mis intereses. Lo que nos gustaba, por supuesto, no necesitábamos estudiarlo ni intentábamos hacerlo: La condición humana, un libro lleno de verdad; los dos maravillosos libros de Kesey; La subasta del lote 49, Jugando en los campos del Señor, El hombre de mazapán, libros basados en ironías, un talante cada vez más atractivo cuando era imposible extraer de modo convincente conexiones sinceras y prácticas entre nosotros y el mundo.
La escritura contemporánea no se había destacado por un espíritu particularmente significativo. Teníamos en mente los relatos de Donald Barthelme. Y los de Ron Sukenick, Barry Hannah, William Kotzwinkle. Todos estaban maravillosamente escritos. Y las incoherencias y los absurdos, la hilaridad, el virtuosismo verbal de esos escritores —a todos los cuales sigo admirando—, parecían cualidades apropiadas a nuestro tiempo y a nosotros.
… Éramos creadores y no tanto receptores, y considerábamos que quienes realizaban la tarea pertinente éramos nosotros. Barthelme y aquellos otros, lo supieran o no, eran nuestros colegas. Y ser vulnerables a la enseñanza que se nos sugería y a estos clásicos a los que nos resistíamos era docilidad, encapsulamiento. No había tiempo para Mann.
Sin embargo, parte de mi formación académica como escritor me permitió aprender a enseñar. Mis profesores, ellos mismos escritores, tenían la sensación de que si nosotros, estudiantes, llegábamos alguna vez a ser escritores, probablemente no podríamos ganarnos la vida como tales y, por tanto, podríamos tener un refugio en la enseñanza, al tiempo que nos ocupáramos de agentes, contratos de libros, editores, negociaciones sobre películas y ediciones de bolsillo, dinero, y todo lo que trae consigo esta clase de expectativas. Y aunque resulte extraño decirlo, pese a que no me parecía que, en mi caso, las clases fueran exactamente pertinentes, sí creía que, de alguna manera, la perspectiva de enseñar lo era. Después de todo, la enseñanza era un tipo de preparación práctica para la vida, y no parecía un trabajo demasiado difícil. Tenía sus compensaciones agradables. Llevaba implícita la admiración de los otros, algo que yo deseaba. Y enseñar literatura parecía compatible con el hecho de escribirla, lo que, al menos de la misma manera, no parecía ser el caso de la miserable condición de estudiarla. Así que dije que lo haría, y en realidad fue muy agradable hacerlo.
La formación de profesor consistía exactamente en ponerse ante un aula de estudiantes universitarios y pedirles que leyeran varios relatos y novelas previamente escogidos y analizados entre nosotros bajo la supervisión de un profesor, y luego, tres días por semana, enseñar. Enseñar ficción. Y descubrí que mi problema consistía en la imposibilidad de imaginarme lo primero que tenía que hacer, porque, con independencia de la forma de transmitirlo a otro ser humano, ignoraba cómo leer.
Claro que había leído muchísimo. Me consideraba lector y esperaba ser escritor. Me había especializado en inglés en una gran universidad del Medio Oeste y había terminado con buenas calificaciones. Durante un año había «enseñado» inglés en un instituto de bachillerato y había trabajado como redactor para una revista de la Hearst Corporation. Parecía, pues, que tenía suficiente experiencia para ponerme ante un aula de muchachos de dieciocho años. Sólo cuando empecé a preparar las clases descubrí que no tenía ni idea.
Todavía puedo decir qué era lo que sabía entonces sobre literatura de ficción, un conocimiento adquirido casi íntegramente en la universidad. Conocía ciertos términos: los personajes eran las personas de la ficción; los símbolos eran los objetos de los relatos a los que se adhería un significado adicional (por ejemplo, en Huckleberry Finn, la balsa era un símbolo); el punto de vista, entendía yo, no se refería a la opinión de un personaje acerca de algo, ni a la del autor, sino al significado de lo que el relato contaba; primera persona, tercera persona, narrador omnisciente. Sabía que el comienzo era una parte importante del relato y que, como en «La dama del perrito», a veces contenía el germen de todo el texto (pero no sabía por qué eso era importante). Sabía que, a veces, en relatos de apariencia sencilla subyacían mitos primitivos. Sabía que la ironía era importante. Sabía, con cierta inquietud, que a menudo el lenguaje de un relato o una novela significaban más, menos o incluso algo completamente distinto de lo que parecía, y que comprender el relato era comprender todos los significados al mismo tiempo. «Significado» era a su vez también uno de esos términos, aunque nunca había estado completamente seguro de saber qué significaba.
Y sabía otras cosas. Sabía «leer como un escritor». De eso hablábamos en nuestros talleres. Había libros que encerraban lecciones prácticas. Cosas elementales: cómo hacer que los personajes entraran y salieran con eficiencia de las distintas habitaciones de la ficción (en esto era bueno Chéjov); cómo describir de modo eficaz que estaba oscuro (otra vez Chéjov); cómo eliminar diálogos inútiles (material como: «Hola, ¿cómo estás?» «Muy bien, ¿y tú?» «Bien, gracias.» «Me alegro.» «Adiós.» «Adiós.»). Aprendí que una buena táctica para comenzar una novela era poner indios —en caso de que los hubiera— cabalgando por una colina y gritando como locos. Aprendí que cuando se dudaba de qué paso dar a continuación, se hacía cruzar una puerta a un hombre con un revólver en la mano. Aprendí que no se podía salir airoso si en un relato se eliminaba al personaje principal, aunque nunca me dijeron por qué, y supongo que a Hemingway tampoco.
Reflexionaba yo sobre todas estas lecciones prácticas. Pero en realidad no parecía que sirviera para nada enseñarlas a jóvenes lectores, gente para la que hacer literatura no era una elección profesional, ni leerla un hecho importante en su vida, sino que posiblemente fuera tan desagradable como una visita al dentista. Seguir adelante con la enseñanza de la literatura por este camino era como enseñar a alguien a construir un coche elegante y rápido sin permitirle previamente tener la sensación de hendir el aire con uno. Nunca sabrían exactamente para qué sirve todo eso.
Lo que sí parecía que valía la penar enseñar era qué me hacía sentir a mí la literatura cuando leía, dejando ligeramente de lado las cuestiones de pertinencia. Después de todo, por eso deseaba yo escribir. La literatura era hermosa y buena. Tenía misterio, densidad, autoridad, capacidad de conexión, conclusión, resolución, percepción, variedad, grandeza, o, en otras palabras, valor en el sentido que Sartre daba a este término cuando escribía: «La obra de arte es un valor porque es una llamada.» La literatura me llamaba.
Muy interesante tanto que lo copio y lo envío a un sobrino aficcionado a la escritura.