
Ya hemos recomendado en otras entradas del blog la lectura de libros que no son propiamente de teoría literaria, sino del oficio de escritor o la higiene del escritor, como es el caso de El gozo de escribir, de Natalie Golberg.
No abundan los libros de teoría literaria compuestos por una serie de artículos en los que el autor nos cuenta su propia experiencia a la vez que aprendemos algunos recursos de escritura, pero este es el caso de El porvenir de la ficción, de Luis Mateo Díez, un libro compuesto por veintinueve artículos en los que el escritor nos habla de su propia experiencia como narrador. Sin ser un libro que incluya de teoría propiamente dicha, sí puede ayudarnos a acercarnos al presente y al futuro de la ficción desde la propia experiencia del autor. Incluimos en esta entrada un fragmento de uno de los artículos, titulado “Contar algo del cuento”:
Durante muchos años –no menos de los que se sitúan en ese largo tramo en el que uno escribe casi como quien guarda un secreto, sin otro afanes que los de cumplir en la escritura una dedicación condenadamente insustituible y que para nada necesita ser comunicada a nadie- tuve yo la convicción de que el cuento era mi único destino como escritor.
Convicción que yo ejercitaba y alimentaba escribiendo exclusivamente cuentos, indagando –a la vez- en el interior de un género que siempre me había fascinado de forma radical y al que yo me acercaba con absoluta naturalidad, como si en él pudiera encontrar todo lo que como escritor quería hacer.
Fascinado, como digo, no solo desde el siempre voraz territorio de la lectura, del conocimiento y el aprecio de los grandes autores del género, sino también desde el derivado de una fuente y lejana experiencia personal sobre el relato oral, sobre lo que podía ser la herencia y tradición viva del llamado cuento popular.
Firmemente instalado en esa convicción –y escribiendo y rompiendo también más cuentos de los necesarios- tuve y mantengo una clara animadversión a la idea, que con tanta frecuencia podía escucharse, del cuento como territorio propicio para el aprendizaje del escritor, o como ámbito –más o menos, disimulado y disculpable- para empeños de menor voltaje, livianos u ocasionales y, a la postre, banco de pruebas para otras empresas narrativas de mayor cuantía y envergadura.
La verdad es que no solo no tenía conciencia de con el cuento estar ejercitando mi aprendizaje de narrador, sino que, como digo, abominaba de esa idea y de esas intenciones subsidiarias que me parecían una auténtica falta de respeto para un género tan difícil y ambicioso.
Porque en el fondo mi ambición de narrador –de narrador secreto y ajeno, perfectamente convencido de que escribir no servía para nada, más allá de uno mismo y de la posibilidad apasionante de inferirle a la vida todas las derrotas posibles a base de suplantarla en lo imaginario- llegaba al límite con el cuento, ya que en él veía con claridad meridiana el más apropiado conducto para colmar precisamente esa ambición.
Y es que del mismo modo que por entonces estaba yo totalmente de acuerdo con esa vieja consideración de que en poesía se encuentra el grado límite de la expresión literaria, también mantenía que era en el cuento donde podía alcanzarse el grado límite de la expresión narrativa.
Por eso, con tal alto concepto personal de un género tan arduo, tan complejo y difícil, tan lleno además de riesgos porque no permite quedarse a medias, y en el que se acierta o desacierta sin remisión ya que ofrece pocos ropajes para enmascarar la tentativa, yo alimentaba esa convicción dispuesto a jugarme el todo por el todo y convencido, como digo, de que era en el cuento donde expresivamente más lejos podía llegarse, con mayor emoción e intensidad y sin que nada superfluo contribuyera a estirar la invención hacia el artificio.
Era como una decisión de narrador poco dispuesto a andarse por las ramas, juvenil pero radicalmente convencido de que en esto de la narrativa nada que no fuese el límite merecía la pena de ser intentado. Una pretensión bastante presuntuosa y hasta ingenuamente exasperada que, por muchos años, me tuvo prisionero del cuento. Luego juntando muchos de aquellos textos que sobrevivían a mis inmisericordes y repetidas cribas pergeñé y publiqué mi primer libro, que tiene un título bastante expresivo de lo que fue un maniático trabajo no muy ajeno al de los laboriosos y delicados coleccionismos botánicos: Memorial de hierbas.
Y entonces de forma no menos radical dejé de escribir cuentos porque tuve la certeza de que en aquel libro ya estaban todos los que yo podía escribir. Y como esta es una manía viciosa e inagotable, y algo había que seguir escribiendo, decidí comenzar a escribir novelas.
Si te gustó esta entrada te recomendamos leer El porvenir de la ficción, de Luis Mateo Díez, un libro muy ameno y que te puede ayudar para lograr tu sueño de ser escritor.
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