
Nos ha dejado Sam Shepard. Fue el mes pasado, el 27 de julio de 2017. Posiblemente sean muchos los que lo conocerán sobre todo por su faceta como actor. Quizá algunos lo recuerden por su interpretación del piloto Chuck Yeager en Elegidos para la gloria, o quizá por su aparición en otras películas como Magnolias de acero, El informe Pelícano o Black Hawk Down (Black Hawk derribado). Puede que les suene también por haber sido pareja sentimental de la también actriz Jessica Lange. Además de ser muy conocido dentro el séptimo arte, Sam Shepard fue también actor teatral, músico y escritor. En esta última faceta suya, quiero detenerme en esta entrada del blog.
Destacó principalmente como dramaturgo, consiguiendo por una de sus obras teatrales el premio Pulitzer, aunque también fue guionista, y escritor de poesía y narrativa.
Su obra narrativa es escasa, pero no por ello menos importante, destacando sobre todo como autor de relatos. En España han sido publicados bajo el sello de Anagrama, en colecciones de relatos bajo los títulos Crónicas de Motel, Cruzando el paraíso y El gran sueño del paraíso. Libros considerados, en algún caso, como una mezcla de géneros, poesía, cuentos y textos breves encadenados, que tienen como escenarios rutas y desiertos del sur de los Estados Unidos.
Os dejamos como lectura una breve muestra de su narrativa.
Cada vez que oía pasar un avión por encima de nuestras tierras, mi papá tenía la costumbre de pasarse los dedos por la cicatriz de metralla de su nuca. Estaba, por ejemplo, agachado en el huerto, reparando las tuberías de riego o el tractor, y si oía un avión se enderezaba lentamente, se quitaba su sombrero mejicano, se alisaba el pelo con la mano, se secaba el sudor en el muslo, sostenía el sombrero por encima de la frente para hacerse sombra, miraba con los ojos entrecerrados hacia el cielo, localizaba el avión guiñando un ojo, y empezaba a tocarse la nuca. Se quedaba así, mirando y tocando. Cada vez que oía un avión se buscaba la cicatriz. Le había quedado un diminuto fragmento de metal justo debajo mismo de la superficie de la piel. Lo que me desconcertaba era el carácter reflejo de este ademán de tocársela. Cada vez que oía un avión se le iba la mano a la cicatriz. Y no dejaba de tocarla hasta que estaba absolutamente seguro de haber identificado el avión. Los que más le gustaban eran los aviones a hélice y esto ocurría en los años cincuenta, de modo que ya quedaban muy pocos aviones a hélice. Si pasaba una escuadrilla de P-51 en formación, su éxtasis era tal que casi se subía hasta la copa de un aguacate. Cada identificación quedaba señalada por una emocionada entonación especial en su voz. Algunos aviones le habían fallado en mitad del combate, y pronunciaba su nombre como si les lanzara un salivazo. En cambio mencionaba los B-54 en tono sombrío, casi religioso. Generalmente sólo decía el nombre abreviado, una letra y un número:
—B-54 -decía, y luego, satisfecho, bajaba lentamente la vista y volvía a su trabajo.
A mí me parecía muy extraño que un hombre que amaba tanto el cielo pudiera amar también la tierra.
Sam Shepard (Estados Unidos, 1943)
Motel Chronicles, 1982
Crónicas de motel, trad. Enrique Murillo, Barcelona, Anagrama, 1985, pág. 118
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