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Begoña Torregrosa, Herminia Blanco y Bárbara Gil, profesoras de la Escuela de Escritura Creativa asistieron el pasado 27 de abril al “Silencio por Mallarmé” celebrado en el Jardín Botánico de Madrid con motivo de la Feria del Libro. Escritores y aficionados a la escritura creativa, se reunieron para guardar cinco minutos de silencio en homenaje al pensamiento y la palabra.
Después, los asistentes destinaron otros cinco minutos a escribir en un folio en blanco su experiencia, hojas que después se colgaron de los árboles del Jardín Botánico.
La historia original del primer Silencio por Mallarmé se remonta al 14 de octubre de 1923 cuando el escritor mexicano Alfonso Reyes reunió a un grupo de amigos en el Jardín Botánico de Madrid con la excusa de homenajear a Stéphane Mallarmé, el poeta del silencio. Ortega y Gasset, Antonio Marichalar, Eugenio D’Ors, José Bergamín, Enrique Díez-Canedo, Mauricio Bacarisse y José Moreno Villa acudieron a la cita y siguieron las instrucciones de Reyes: sentarse durante cinco minutos en algún lugar del Botánico y, a continuación, escribir qué habían pensado durante ese tiempo.
Bautizaron el encuentro como ‘El silencio por Mallarmé (Una encuesta sin trascendencia)’ y, aunque pocos se acordaron del poeta francés durante esos minutos, publicaron estos textos breves sobre el silencio, la reflexión y la escritura en el número cinco de la Revista de Occidente.
En la foto, Begoña Torregrosa, Herminia Blanco y Bárbara Gil, acompañadas del escritor y Premio Nadal, Rubén Abella.
*Muy Señor Mío:
En contestación a su requerimiento, confieso con toda sinceridad, es decir, con todo descaro, que durante los cinco minutos de la ceremonia muda en memoria de Mallarmé dominó en mí un profundo temor, el de quebrar el silencio con alguna exclamación irreprimible. El Jardín Botánico tiene la devoción de todos los años de mi vida. Allí aprendí a pronunciar las primeras palabras. Después, en las primaveras juveniles, he colgado muchos exvotos sentimentales en sus enramadas, junto a los racimos de las glicinas y los tirsos de las lilas. Ha sido para mí una basílica vegetal, con las agujas de sus cipreses, los arbotantes de los sauces, el claustro de su emparrado. Por otra parte, Mallarmé tiene para mí un altar en cualquier tiempo y sitio.
Sentí el pavor de dejarme seducir por un verso, una alusión o una reminiscencia que quizá me llevaran a proferir una voz o a dar un suspiro y a destrozar de ese modo la solemnidad de nuestro mutismo. Temía el castigo de las miradas agudas y magistrales que me hubieran reconvenido, y, además, la responsabilidad de la profanación. Así, procuré romper todos los hilos que tiraban de mi atención y me mantuve en un estado mental indeciso, inestable, punto ciego del pensamiento, mientras apretaba con miedo los labios.
¡Aquel silbato de tren, aquel rodar de coches, las gotitas de lluvia en la arena!… Cuando el cronometrador, señor Díez-Canedo, anunció el término de la ofrenda muda, yo no había escuchado el silencio; había oído todos los rumores de la ciudad, aun los más remotos. Y me despedí presuroso (pido perdón a todos) al sentir la campanita de una lejana parroquia que me llamaba a la dominical misa de doce. Es cuanto puede decirle su atento y seguro servidor.
Mauricio Bacarisse
*Fuente: Revista de Occidente, 5 de noviembre de 1923.
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